lunes, 23 de junio de 2008

No creo en el realismo - Por Romina Freschi




No creo en el realismo.
Por Romina Freschi

Aprendí a leer a los dos años – me enseñó mi padre con un libro fabricado por él mismo especialmente para que mi hermana y yo aprendiéramos a leer. Habiendo aprendido tan chiquita, no me acuerdo de cuando no sabía hacerlo. Sí de cuando me costaba, pero no de no saber, de no poder reconocer los signos. Es algo que solo me ha sucedido frente a idiomas extranjeros. Y a veces ni eso. Sé inglés, bastante francés y la mayoría de las lenguas latinas me es transparente, al menos para la lectura. Sin embargo, soy una lectora desatenta. No comprendo frecuentemente lo que leo sino hasta mucho después de leerlo muchas veces, y aún así, mis lecturas más ligadas al “sentido” como “significado” suelen parecer ingenuas.
Es que tengo una relación plástica con las palabras y el sentido del significado aparece mucho después, como una decantación, una obviedad obviada, sin importancia. El sentido en la poesía es para mí “lo” sentido, esto es, lo percibido, lo experimentado a través de la sensación. “¿Sentiste eso?” decimos muchas veces frente a un sonido. En esa misma dirección – o sentido- siento yo las palabras, en su sonoridad, en su plasticidad, en su dibujo, su trazo, su apariencia, longitud o cortedad, apertura o cerrazón, rispidez o blandura, curvatura o sostenido, y luego, en esa dirección, aparece algún- con algunos- significados.
No es que rechace la razón, todo lo contrario, pero no me gusta buscarla. Siento que estoy buscando un pleito. Prefiero sí, la poesía y la literatura sin conflictos, o en conflicto con el lenguaje y su materia, porque creo que es la única dirección en la que la poesía puede generar un cambio. Una palabra cambia algo, puede hacerlo, interviene lo real, es “histórica”, como diría mi amigo Emiliano, aunque lo histórico sea solo “oportuno” y no cambie mucho más que a mí misma.
No concibo literatura sin vivencia al tiempo que no concibo literatura que no experimente con las formas y que entonces se piense a sí misma como una forma única, generalizable y única medida de la experiencia. No creo en el realismo. Escribir es como esculpir una carne, suena algo sádico pero creo que así es. La vivencia es la experiencia, y toma una forma, pero nadie sabe cuál es, hay que encontrarla. En eso hay algo de buscar comprender al tiempo que transmitir, hacer dos cosas al mismo tiempo, “divertir” como diría Ná kar, otro amigo...
Así es que me identifico entonces más con los pintores o los músicos que a menudo pasan por etapas claras y diferenciadas en una obra que termina siendo global. No me molestan ni el cambio ni la contradicción, los he necesitado mucho. El agotar un procedimiento- que es también un punto de vista- es una experiencia- esto es, una visión- y eso me ha producido extremas intensidades, y aún extrema incompletitud. Me gusta pensar que avanzo, como la marea, para retroceder y llevarme un limo, cardumen de piedras y peces, que me cambian con su roce. Soy muy cambiante, y oscilante. Parezco insegura..
La poesía me resulta inevitable: una y otra vez vuelvo a ella, aun después de haberme cansado de mí misma. No siempre me es placentera, a veces debo luchar contra ella para dominar alguna situación. Pero siempre me da un momento de real belleza y claridad. Conmigo misma, con otros. Aun cuando no parece bella, al tiempo deja ver su claridad y revela la belleza. Supongo que es en la belleza donde encuentro una dirección.
La belleza me parece gratuita, el lugar donde se halla el deseo, y por eso nadie puede indicártelo ni vendértelo: uno se enamora solo, o no se enamora. Encuentra belleza, o no encuentra.Y eso no cuesta nada. Sucede. El fin del amor también sucede. Y no le quita belleza al amor. Lo pasajero a veces vuelve y si no… lo cierto es que pasó. Es inolvidable.
Le temo al olvido. Del mismo modo en que le temo a la muerte. A veces me obsesiono tanto con no olvidar que olvido. Recargo mi inconciente. Es en esos momentos cuando recurro a la razón: la razón me sirve para resolver pleitos, no para buscarlos, incluso, y sobre todo, conmigo misma.
Normalmente deambulo por instinto. En eso, parezco un perro. Es conocida mi pasión por los perros, y la verdad es que me identifico mucho con ellos. He crecido entre perros. Con ellos no hay palabras pero sí lenguaje, un lenguaje musical, y de costumbres y movimientos, repeticiones y variaciones, como es el lenguaje real para mí: moverse, ir y volver, volver a encontrarnos, cantarnos una canción, hacernos bien, variar la velocidad. Por eso me preocupo al último por el significado cuando hablo, porque creo que antes de hablar hay que actuar, o sostener las palabras con actos. Entonces, cuando hablo o cuando escribo, en realidad canto, o ladro.
En ese sentido, la política no pasa para mí por los discursos, sino por el uso que se le da a los discursos, al servicio de qué se pone uno. Eso es la actualidad para mí, los actos que aguardan por la mejor interpretación, aunque ésta no sea realista. En el medio hay un increíble y pasmoso tráfico de discursos, se multiplican, algunos tratando genuinamente de captar lo real. Son como rumores, formas huecas, tensas por el poder pero vacías, escuálidas, me jaspean la piel un poco, pero no siento nada, puro ruido blanco, nada lo sostiene. Mucha gente cree que eso es la política, la razón, o la literatura. Yo renuncio a lo real en la literatura, como eso real consensuado, esto es, del consenso. De la política me hago cargo como ciudadana. Mi poesía pretende la belleza, la sensación, el experimento, la visión y saciedad, siempre parcial, del deseo. Su verdad es indiscutible, su interpretación, múltiple. Es una cosa, que se alza en el mundo, no es un discurso. En eso no hago concesiones, elijo solo los consensos, siempre fugaces, que necesito y después todo queda entre esa escritura y el lector, como si esa escritura fuera – y lo es- un artefacto tornasolado, que cada vez que se activa, proyecta una imagen, libre de prejuicios.
Creo que la defensa de esa libertad es la defensa de toda la humanidad: creo en la libertad del individuo en la vida social y creo que la literatura es una manera de preservarla, al tiempo que esa es la única libertad que posibilita intervenir en la vida social. Creo entonces, fundamentalmente, en la imaginación. En la imaginación podemos proyectarnos enteros y pensar cosas que no vale la pena actuar, pero que son tan malvadas o bellas como el alma humana. Escribo entonces lo que puedo imaginar. Es lo mejor que puedo hacer, siempre, aun cuando mi imaginación sea corta.
Evidentemente me fascinan muchas cosas: la ciencia, la religión, el arte, la política, la psicología, la sociología, los colores,la magia, el yoga, la veterinaria, etc... Por eso soy escritora, para pasar de un tema a otro y de una especificidad a otra sin sentir la presión de la división del trabajo. Claro que trabajo mucho, todo lo que quiero y me encanta trabajar: vengo de una familia obrera: mi capital es mi trabajo: entonces hago un montón de cosas y varias a la vez y así, como dije antes, me divierto. En ese sentido, encontré en la poesía un lugar de pertenencia y plena autenticidad: me domino a mí misma, siento lo mejor de mí cuando escribo, ya sea poemas o ensayos, eso mejor se impone sobre mí y puedo pensar el mundo y sus detalles. En mis clases y talleres, ayudo a otros, particularmente, uno a uno, les presto mi atención, tengo la oportunidad de transmitir mis experiencias y asisto a sus procesos creativos desde un lugar de privilegio e intimidad absoluta: cambiamos nuestras vidas. Cuando realizo o apoyo un proyecto como la revista, o como un festival o una muestra, aporto pero de forma comunitaria, una entre muchos, cambiamos el mundo: realizamos un acto conjunto, producimos un objeto, apoyamos una idea que hasta puede ser un proyecto de ley u otro punto concreto en las historias y naciones concretas.
Me gusta viajar, aunque sea un viaje de media hora, relámpago. En el viaje se hace patente mi forma de vivir divertida: leo, escucho música, pienso, miro por las ventanas, recuerdo, imagino, hasta escribo o hago alguna manualidad, todo eso mientras estoy viajando, mientras avanzo. El viaje me cambia el humor, y sabiendo eso, lo disfruto. El resto del tiempo, juego con mis perros, hago el amor, duermo.
Soy optimista y a veces me encuentro con personas a quienes eso les molesta. Trato entonces de manejar mi optimismo con prudencia. La prudencia es un regalo del amor, un cuidado. Yo no era prudente hasta que alguien me amó. Ahí entendí la prudencia y ahora trato, con mucha dificultad, de ser prudente. Mi optimismo es una fuerza que me permite avanzar, la prudencia me permite dejar de avanzar, dejar que otros avancen, descansar. La intermitencia es una forma de la constancia, y así también me puedo dedicar a las matemáticas y volver a ser optimista.

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